COMO CAÍDA DEL CIELO
No era fácil ser diferente en la escuela, a veces me sentía como un camaleón camuflado en aquel pupitre verde chillón, había aprendido a mimetizarme al comprobar que para los profesores era la mosca cojonera de la clase. Siempre que les hacía alguna pregunta que les descolocaba, su respuesta era la misma «eso lo darás el año que viene». Para mis compañeros tampoco era gran cosa, una especie bicho raro al que debían de machacar por tener siempre el dedo levanto y no sucumbir a chutar un balón.
En aquella clase con las paredes forradas de pintarrajeadas cartulinas, me aburría tanto que tenía que compensarlo. La mañana transcurría en un mero ejercicio de repeticiones y repeticiones, parecía que hubiesen puesto un disco rayado.
Mientras se diluía la verborrea del profesor de turno, yo caminaba sobre un nuevo planeta inexplorado, convirtiéndome en Neil Armstrong manoseando la carcomida Milán, meteorito candente en mí viaje astral. En la clase de plástica, los personajes de los dibujos prendidos del corcho me llevaban de la mano y acababa convirtiéndome en un monigote más de simplones trazos, que algún Picasso en ciernes había esquematizado el curso anterior.
Mis padres no paraban de acudir día sí y día también a la escuela, tenían que lidiar con mis profesores, «que sí está en las nubes, que sí no para de moverse, que sí se niega a terminar los deberes», me tildaban con etiquetas como, despistado, vago, llorón y rebelde, era siempre la misma cantinela. Después de dejar que el maestro de turno se explayara, intentaban abrir la boca para explicarles que yo era un tanto «especial» pero, no había manera, se la cerraban aduciendo que no daban abasto con tantos chicos en la clase.
Y allí estaba yo, otro año más enfrentándome a lo mismo, ¿Cómo era posible que nadie me supiera entender? ¿Por qué no podía ser como los demás? No paraba de dar vueltas bajo las sabanas, al día siguiente arrancaría de nuevo la pesadilla.
Mi madre no dijo nada, pero se lo vi en los ojos, me había vuelto a mear en la cama; a pesar de esconder el pijama y el calzoncillo en las profundidades de la lavadora, el cerco en la sabana me delataba.
Pero ese año todo cambió, mi mundo se puso patas arriba cuando aterrizó en nuestra escuela «La princesa Leia», venía en su nave de cuatro ruedas para rescatarme de las zarpas del aburrimiento. Más tarde me enteré de que África, que era como se llamaba mi salvadora, iba a ser nuestra guía en el asombroso mundo de la Ciencias.
Solo le bastó reparar en mis calcetines de cada color para desenmascarar lo que escondía detrás de ese disfraz de despistado integral.
El resto de los profesores la tacharon de exagerada al hacerles ver que yo tenía un problema. Al entender con sus excusas que sus colegas no estaban por la labor de hacer nada por remediarlo, decidió pasar a la acción.
Fue ese día cuando el resto del rebaño todavía dudaba que garrapatear en el segundo párrafo de la redacción y yo andaba dando un paseo por las nubes, se acercó a mi pupitre y raptándome de «Mi País de las Maravillas» me invitó a echar un cable a Tito, el pobre andaba canino y no paraba de comerse todas las tildes que deberían coronar su redacción.
Así, con una multiplicación para arriba, una división para abajo, una b por aquí y una v por allá, consiguió que el resto de mis compañeros no pensaran que venía de otra galaxia y gracias a ella, tuvieron que reconocer que hasta podía ser un chaval divertido.
Pero no todo fue dar, también recibí, el caso es que era, bueno, sigo siendo un poco pato, la coordinación no es lo mío, así que no me vinieron mal unos consejos prácticos del cachas de la clase.
Se corrió la voz y los profes me empezaron a mirar con otros ojos. África había levantado la pantalla protectora que les nublaba la visión; hasta consiguió que algunos me arrancaran una confesión de lo que saboreaba y detestaba de sus clases y así los hubo que aportaron su granito de arena para que no me indigestara con sus lecciones; incluso la señora Gutiérrez se atrevió a prestarme el portátil durante su asignatura para que inventara un relato disparatado con el que todos nos desternillamos.
«Mi princesa» dio un paso más, para que yo, su joven Padawan consiguiera explorar las galaxias que se abrían ante mí. La orientadora del cole recibió su visita y llamó a mis padres para hacerme los test de CI, sacando así mis altas capacidades del armario.
Si África no hubiese aparecido en mi mapamundi, ahora no estaría aquí tecleando esta historia de mi mejor maestra y tú no estarías leyéndola.
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